La palabra fracaso está maldita. La historia la escriben los triunfadores, y las charlas TED suelen ser impartidas por ellos también. Así que es normal que al fracaso se le mire con distancia, con desdén, y a menudo con condescendencia.
El fracaso parece que solo tiene hueco en la hoja de ruta de los líderes de opinión como un paso previo a la cumbre, como un tropezón necesario para lustrar más aún si cabe sus hazañas. Los vuelos directos a la victoria carecen de épica y están devaluados. Para hablar de triunfos míticos, aquí sí, sírvanse bien trufados de una buena ración (previa) de fracasos.
Pero ¿y si el objetivo inicial nunca llega a alcanzarse? Y si solo tenemos fracaso en estado puro y sin cortar. ¿Deberíamos arrojarlo al retrete por si la policía del éxito hace una redada y ante tan vasta evidencia se ve obligada a aplicar con dureza la ley del postureo, y nos confisca nuestra cuenta de Instagram?
Fracasos que merecen la pena. Esa es la clave de una vida plena. Fracasos obtenidos persiguiendo objetivos alineados con tus valores. Fracasos fruto de un pálpito acelerado o de un latido enamorado. Fracasos que cuando miras atrás suspiras y dices: hubiera sido la leche conseguirlo, pero qué maravilla fue intentarlo. Fracasos que al cerrar los ojos te hacen sentir orgulloso y conciliar mejor el sueño.
Si al pensar en un objetivo piensas que fracasar merecerá la pena, no lo dudes, lucha por él, con entusiasmo, con convicción, con resiliencia, con sudor… lo que venga después será bienvenido. Ojo, que el fracaso no es precisamente un hijo deseado, quizás de primeras no sea bien recibido, pero al final, como en todo, el tiempo pondrá las cosas en su sitio. Entenderás que el fracaso no era más que el riesgo asociado (y asumido) de luchar por tus sueños. Sin riego no hay emoción y sin emoción la vida es menos vida.
No voy a recurrir al muy manido (pero cierto) mensaje de que el fracaso es la mejor escuela de aprendizaje, porque la verdadera belleza del fracaso suele estar en su esencia. El fracaso es bello cuando ha llegado como consecuencia de un acto de valentía, de coherencia, de esfuerzo personal. Qué rabia da no haber obtenido el objetivo deseado, pero al final qué más da… ¿Cuál hubiera sido la alternativa si haciendo lo que estaba en tus manos no lo has conseguido?
La alternativa a este tipo de fracasos suele ser la cobardía, el deseo retenido, el remordimiento de no haberlo intentado… ese que sí se puede convertir en un pensamiento en bucle que hermane con el insomnio. Roba más sueño la apatía que el fracaso.
Otra alternativa aún peor podría ser el fracaso sobrevenido por tomar un camino mal elegido, por seguir los dictados de otro, o, habitualmente, por seguir los dictados del miedo, por aparcar tus sueños en pos de la (falsa) seguridad de conservar lo malo conocido. Aquí, cuando fracasas, fracasas doblemente, la primera por no ser coherente con tus valores, la segunda por no alcanzar siquiera el objetivo más conservador que aconsejó tu yo más prudente.
Lo he escrito en alguna ocasión anterior, pero es uno de mis consejos de cabecera de señor mayor y no me importa repetirme: “En la vida toma decisiones que no te hagan sentir doblemente gilipollas”
Por tanto, el fracaso puesto en su contexto no debería ser algo que repudiar, sino algo que aceptar. Una cicatriz vital más que moldea nuestra personalidad.
No apruebo la hipócrita indignación que suele aparecer cuando se le arroja a alguien a la cara esta palabra siguiendo los dictados de la Real Academia Española, RAE para los amigos. No pasa nada por llamar a las cosas por su nombre, aunque ese nombre sea fracaso. En el contexto adecuado no es una lacra, es un mero hecho, que en función de las circunstancias que lo determinaron podrá ser mejor o peor… incluso podrá ser, como veníamos hablando, una insignia al valor (y a tus valores) que mostrar con orgullo.
Lo que está feo, eso sí, es asociar esta palabra a una persona en lugar de a la consecución o no de sus objetivos. Tampoco la suma de fracasos es una operación matemática y su resultado dependerá de las circunstancias, y en ningún caso será estigmatizante o predeterminante de un futuro por venir. Nadie que luche por sus objetivos siguiendo sus valores puede ser nunca un fracaso.
Normalicemos el fracaso y desvinculémoslo del éxito cuando queramos darle valor. Simplemente porque el fracaso forma parte de nuestro día a día, y el éxito no. Correlacionarlos es una invitación a la frustración. Y es injusto para todas esas personas que viven su vida haciendo las cosas lo mejor que pueden.
El mundo sería mejor si pudiera cambiar esta frase de Michael Jordan:
“He fallado más de 9000 tiros en mi carrera. He perdido casi 300 juegos. 26 veces han confiado en mí para tomar el tiro que ganaba el juego y lo he fallado. He fallado una y otra vez en mi vida.Y es por eso que tengo éxito”
La cambiaría por esta otra:
“He fallado más de 9000 tiros en mi carrera. He perdido casi 300 juegos. 26 veces han confiado en mí para tomar el tiro que ganaba el juego y lo he fallado. He fallado una y otra vez en mi vida… y aun así fui feliz porque lo hice haciendo lo que más quería”
Incluso podríamos redefinir el éxito, porque fracasar constantemente en cosas que merecen la pena es en sí mismo más un éxito que una condena. Ocuparnos en luchar por nuestros sueños es la forma más sana de tener una vida plena.
Espero que os haya gustado el post de hoy y os haya hecho reflexionar acerca del trato despectivo que habitualmente y de manera injusta damos al fracaso. Y si no lo he conseguido, pues sí, habré fracasado, pero esta noche dormiré mejor que si no lo hubiera publicado.
fear of failure by Nesterenko Ruslan from Noun Project
https://www.enbuenacompania.com/fracasos-que-merezcan-la-pena/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=fracasos-que-merezcan-la-pena